domingo, 20 de diciembre de 2009

Mi infancia son recuerdos...

Aunque no están ausentes el resto del año, los recuerdos nos suelen perseguir por estas fechas con algo más de insistencia de lo habitual, y llegando a más profundidad.
Mi segundo maestro (porque lo fue después de mi padre y luego con él) D. Juan León Domínguez, me ha mandado una postal sepia, y algo salada, de nuestra escuela, que ha preparado, como me escribe en ella, con la misma ilusión que a mí me ha hecho recibirla.

La Aneja cuando yo estudiaba

Cincuenta años tiene el edificio que yo pisara por primera vez en el sesenta y tres. Yo, ya cincuenta y dos.
A él se llevaron, juntas, pero no revueltas, las Escuelas Anejas masculina y femenina, que anteriormente funcionaban, sin condiciones, en sendas viviendas de las calles Zurbarán y Abril.
Estaban estas escuelas vinculadas a la Escuela Normal, en donde se formaban los futuros maestros, y tenían la misión de dar soporte a las prácticas profesionales de éstos. Por esta razón los maestros de las Anejas, como D. Juan, tenían una formación especial que se les exigía en una oposición específica para aquel puesto -por cierto, que, por uno de esos caprichos que tiene la vida, D. Juan aprobó la oposición en la convocatoria del cincuenta y nueve, en la que fue presidente el último de mis maestros, mi Jefe, D. Benito Mahedero-.
Además, en este lugar se instaló la Inspección de Enseñanza Primaria por cuyas ventanas yo veía desde el recreo a otra de las figuras más relevantes en mi formación posterior: Felipe Pérez Checa, mi tío Felipe, también maestro, pero que estuvo muchos años en la Inspección con su buen amigo Antonio Zoido.
Por esas escaleras, que eran inmensas (luego se encogieron); en ese patio, entonces de tierra, que D. Juan dice que se quedaba pequeño, pero que igual nos servía para tirar "repionas" o jugar a los "bolis" cuando estaba seco, que al "pinche" cuando había llovido; en esas clases, a veces frías, que olían a viruta de lápiz recién afilado; incluso en esa Avenida de Colón, casi sin coches, en la que se organizaban los partidos de futbol de banco a banco (las porterías) con pelotas de plástico de "dos reales" que el guarda de los jardines nos requisaba si nos pillaba (-!cuidado que viene "el Seto"!); por esos lugares, digo, se ha quedado mi infancia; con la de mis compañeros, claro; aunque ya hay alguno que se la ha llevado de allí, no se bien a dónde.
Y al cabo del tiempo volví a la escuela porque mis hijos repitieron la historia; claro, que las historias no se repiten (unas no se pueden repetir, otras no se debe). Cuando regresé con ellos, el recreo, ya sin tierra, había abolido la frontera que entonces nos separaba de las niñas; ya no estaba la Señora Encarna, esa buena mujer que nos aterraba manteniendo el orden, ni D. José Quintana, que en mis primeros días de recreo recogió mis angustias y desde entonces no lo recuerdo sin una sonrisa, ni D. José Cacho, que me quiso enseñar a jugar a balonmano y yo no lo dejé. Tampoco estaban las filas prietas, ni el "Cara al sol". Ni "El llanero solitario" o "Kid Karson" en el cine de la tarde de los jueves, que más tarde pasó a los sábados (hay que recordar que hace cincuenta años no había más que un canal de televisión en blanco y negro que cortaba desde las doce de la noche hasta las doce de la mañana, así que el cine era casi nuestra única ventana hacia la fantasía).
Pues como digo, todos esos recuerdos, que siempre está ahí escondidos, se ha desempolvado con la tarjeta que mi maestro me manda por correo postal (ya romántico), y con un sello también especial, conmemorativo del cincuentenario del centro, en el que se reproduce el escudo del mismo, que era de metal y llevábamos cosido al "babi" de clase.

Postal y sello conmemorativos del cincuentenario de La Aneja

Gracias, D. Juan, por la postal y gracias por el recuerdo. Ha sido un regalo de Navidad estupendo.

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