martes, 17 de agosto de 2010

De Washington a Nueva York

La ilusión la ponían ellos (en nosotros, digo). No es que ellos no la tuvieran por ellos mismos, ni que nos faltara a nosotros. Ellos, lo que pasa, es que nos la multiplican. Y eso que ya no son pequeños (o sí lo son, pero no lo saben; o somos nosotros los que no nos enteramos de que han crecido). El caso es que hemos pasado unos días estupendos con ellos en Washington y en Nueva York.

En Washington, frente al Capitolio

Washington es todo orden. No hay demasiada gente ni siquiera en los sitios más emblemáticos, a pesar de las fechas estivales. Los museos son magníficos y gratis. El conjunto de museos nacionales, conocidos por “Smithsonian”, se ordenan urbanísticamente alrededor del “Mall”, esa gran avenida, o parque, que lleva del monumento a Lincoln hasta el Capitolio.

En el estanque del memorial
a la 2ª Gerra Mundial, en el Mall.

Allí en Washington teníamos un congreso (científico, quiero decir), pero tuvimos tiempo para visitar los lugares más significativos, e incluso para entrar en dos museos: el de Historia Natural, en donde se inspira la serie de televisión “Bones”, basada en las novelas de la antropóloga forense Kathy Reichs, y el del Aire y el Espacio, en donde se encuentran desde el auténtico “Espíritu de San Luis”, con el que Charles Lindbergh (a veces creo que fue James Stewart, pero no) cruzó por primera vez el Atlántico, hasta uno de los dos módulos lunares construidos que se conservan en la tierra (porque no volaron, naturalmente). Los dos museos son una pasada que te dejan con ganas de ver los otros cinco o seis que no vimos.
Una gran ciudad, Washington, con viviendas de estilo victoriano y trazados de corte napoleónico.

Fotomontaje (croma) al subir
al Empire State, en Nueva York

Nueva York es lo contrario: colosal en sus dimensiones, casi deforme en sus miembros, abarrotado de gente que tiene prisa para todo y a quien no la tiene se la provocan, caos de tráfico, suciedad, y ese olor del metro en las calles que sale por las alcantarillas en forma de humo sin serlo exactamente. Y en medio del asfalto, Central Park, que es la gran isla verde que desagobia de todo esto. No nos dio tiempo a visitar museos, seguramente tan interesantes como los de Washington, pero en sólo tres días quisimos hacernos con los exteriores; y eso sin salir de Manhattan. Recorrimos su parte baja (downtown) con su Estatua de la Libertad, su Zona Cero de permanente recuerdo o el Puente de Brooklyn. Más arriba, el Empire State, al que por supuesto subimos, o Time Square, que es el centro neurálgico del jaleo y en donde está el restaurante “Bubba Gump”, inspirado en la oscarizada película de Robert Zemeckis “Forrest Gump”, con papelón de Tom Hanks, que además nos devolvía al Estanque Reflectante en Washington –¿recuerdan la escena?–. Allí cenamos y nos divertimos mucho. Naturalmente, hubo también visita obligada al Madison Square Garden y a la tienda oficial de la NBA.

De compras por Time Square, después
de haber pasado por la tienda de la NBA

En realidad nos lo hemos pasamos bien en todos lados. Incluso, a veces, en los aeropuertos, a pesar de que son algo estresantes con tantos y tan exhaustivos controles, y eso que a nosotros nos daban largas enseguida.
El año que viene espero que se repita en donde toque.

sábado, 5 de junio de 2010

El embrujo en casa

El embrujo me encuentra de nuevo. Será que yo me dejo, me digo siempre; que mi resistencia a salirme de la realidad es mínima cuando me ponen un poco de licor de “siempre” en una copa hecha de fino “ahora”. No me resisto a saborearlo, olerlo, pintarlo en mi retina, mecerlo en el tímpano y, desde luego, a embriagarme con él hasta perder la voluntad y dejar de nuevo que el embrujo me encuentre.
Me encontró anoche, viernes de sofoco, a la caída de la tarde, cuando la luz de junio al entornarse dejaba escapar todavía esa brisa piadosa que nos llama a pasear relajados por las calles, heridas algunas, del corazón pacense.
En la Plaza Alta me encontró, no como lo hace otras veces, dejando salir entre palos flamencos a los fantasmas gitanos que viven en aquellos soportales (los Suárez, Salazar, Saavedra, Silva, Montoya,... que alguna vez me presentó mi amiga Lali Pablo Lozano).
Pero anoche fue distinto. Estaba la plaza llena con 2000 sillas, prácticamente ocupadas cuando llegamos, porque actuaba la Orquesta de Extremadura.

La Plaza Alta antes del concierto.

Con los últimos azules del cielo, los faroles de los soportales, ayudados anoche por antorchas de alcohol, comenzaron a destacar la policromía ocre, gris y blanca de las fachadas, sus balcones guapeados con geranios rojos.
La torre de Espantaperros, coronada por un nido de cigüeña, señoreaba sobre el tejado del fondo, frente a nosotros, convertida de nuevo en atalaya por su inquilina curiosa.
Las luces del escenario llaman de repente la atención de los asistentes. Sube la orquesta. Su director espera el tiempo que el concertino necesita para afinar y sube también finalmente.
El Barbero de Sevilla y Carmen, para la primera parte. Cuando empieza la segunda ya la noche ha impuesto definitivamente sus leyes. La Revoltosa evoca mi infancia. Una figura femenina que bien podría haber escapado de un cuadro de Felipe Checa, reposa seductora su perfil en la jamba de un balcón, tras el escenario, mientras La Leyenda del Beso empuja la imaginación a territorios prohibidos. El Tambor de Granaderos, El Caserío, El Bateo, España Cañí; La Boda de Luis Alonso luego, fuera de programa (aún guardo cientos de cintas de casete de mi padre, pero ya no tengo casete en que ponerlas).

La Orquesta de Extremadura (Jesús Amigo con la batuta)
durante el concierto.


Y el último bis, Suspiros de España. Pilar dice que es el pasodoble más bonito que se ha escrito. Yo no la saqué a bailar porque no era procedente, pero no por falta de ganas.
Una noche mágica sin salir de casa.

Pilar con Pepe Morales y Patro aliviando la sed
antes de empezar en concierto.