
Para confirmarlo nos acercamos hasta la puerta en donde, plácidamente sentados, los dueños del sitio, ella de calle, él de cocina, esperaban, todo a punto, la hora de la cena. Y antes de haber llegado (nadie en la plaza) el cocinero se levantó: “A este señor le conozco”. Se equivoca, me dije intentando, no obstante, hacer memoria; pero no se equivocaba. Más de 30 años justificaban mi olvido y ensalzaban su memoria: Madrid, estudiantes, la pensión de doña Amalia. (¿Dónde andarán aquellos compañeros?).

Pepe conoció a Lola en Madrid y se vinieron a casar allí mismo, en la plaza en la que la nos reencontrábamos, en la iglesia de Santa María del Mercado que vigila desde abajo el Castillo evitando que sus ansias de altura le hagan salir volando. Y allí mismo han comprado una casa que da al norte con el pueblo, tendido al amparo del Castillo, en la ladera del cerro; al sur con la fortaleza; al este con la iglesia y al oeste enraíza con el Barrio Medieval ("Villa Adentro", que se llama) del que toma sus señas de identidad, que Pepe y Lola han respetado con mimo hasta en sus más ínfimos detalles. Y allí mismo tienen su restaurante: El Fogón de Santa María.
Cuando nos sentamos a cenar, las últimas luces de la tarde le ponían fondo a una luna tempranera (no me extraña) que paseaba sin prisa sobre las almenas del Castillo (Castillo de Luna, se llama; lo que son las cosas). Las velitas de las mesas en la plaza ponían también sus ordenadas pinceladas en el cuadro. Poco a poco iba llegando gente, la mayoría venía andando; apenas un coche o dos, que callaban enseguida. Sólo el murmullo de las tranquilas conversaciones acompañaba a la nuestra. Y así tuvimos (nos encontramos) una cena deliciosa que protagonizaron, del lado de la despensa, los arenques y el cabrito, y del de la bodega un Martín Verdugo en su punto de temperatura.
Café, copa y… (el próximo día me llevo mi pipa).



